Si se es capaz de escuchar con atención en algunas conversaciones o tertulias de pseudointelectuales, de creadores de opinión o de simples parroquianos, se puede afirmar, sin temor a caer en la equivocación o en la vanidad, que existe una creencia muy arraigada (pero a su vez oculta) entre la sociedad del mundo desarrollado, de que la forma de vida implantada en nuestros países tiene el certificado de «verdad absoluta». Y, como poseedores de dicha verdad, nos hemos dedicado durante décadas (siglos incluso se podría ya decir) a imponer de forma constante e imperial nuestro modus vivendi entre otras culturas menos desarrolladas, enseñándoles cuál es la forma correcta de organizarse sobre la tierra. No sería descabellado acusarnos de ser los principales culpables de homogeneizar el mundo, aplastando costumbres o formas de vida que consideramos erróneas o, por lo menos, no tan acertadas como la nuestra.

Hablemos de esta fantástica organización: la estructura principal de nuestra sociedad es la familia, y esta viene articulándose en gran parte de nuestra historia reciente entorno a una pieza privada, independiente y autónoma (que a veces agrupamos en pequeñas comunidades): a esta unidad le llamamos «la casa«. Esta casa, habitualmente, está habitada por una unidad familiar entera, y, como hemos ya insinuado, en la mayoría de ocasiones lo hace de forma única, independiente, cerrada, es decir, sin compartir espacios. O al menos ese es el concepto burgués que ha triunfado en la mayor parte de las ciudades.

La unidad familiar, por su parte (y debido a causas derivadas de la evolución económica y de las costumbres), ha venido reduciéndose en número durante los últimos años, llegando a que, en la actualidad, en algunos casos pueda estar formada por tan solo un miembro. Así pues, nos encontramos con la coyuntura de que muchas veces esa casa es habitada por una sola persona (que es la unidad familiar), con el desperdicio de espacio y dinero que esto supone.

Desde hace relativamente poco, sin embargo, entre la comunidad de arquitectos han empezado a proliferar iniciativas arquitectónicas, supuestamente revolucionarias, que intentan romper con la estanqueidad e independencia de la casa, disolviendo el espacio privado en una especie de suelo compartido, generando así espacios comunes y agrupaciones un tanto distintas a las habituales. Estas ideas irrumpen como algo inaudito, ingenioso y que rompe nuestra forma de vida y nuestras costumbres más arraigadas.

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Si buscáramos el origen de iniciativas como esta especie de vivienda cooperativa (o similares), acabaríamos trasladándonos en zonas rurales de lugares del mundo muy alejados de nuestra civilización, donde el ser humano desarrollado no ha logrado contaminar del todo la forma de vida autóctona. Nosotros, hablaremos aquí de una forma de organización concreta, que podemos encontrar en algunas regiones de África subsahariana, las «kundas«, cuyos principios de organización son prácticamente idénticos a los que encontramos en la mayoría de esas «nuevas» ideas de vivienda (con los matices que situaciones económicas muy distintas nos obligarían a hacer).

Las kundas africanas son pequeñas comunidades donde viven miembros de una misma familia. Estos, después de la construcción de un (más o menos rudimentario) vallado, organizan pequeños habitáculos entorno a una zona principal que suele estar ubicada en el centro. Esta zona central, en la mayoría de los casos, gira entorno a un pozo y un umbráculo, y es allí donde se lleva a cabo la vida en comunidad. En el umbráculo, los hombres hacen las tertulias, duermen, descansan o incluso (raras veces) trabajan y comercian. Cerca del pozo, las mujeres ejercen su actividad (normalmente cocinar o limpiar después de un duro día labrando el campo), mientras los niños, ajenos a esa jerarquía espacial, campan a sus anchas ocupando anárquicamente el espacio. Así pues, son esos dos elementos, el pozo y el umbráculo, los que articulan la vida y el espacio en comunidad.

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Los habitáculos, sin embargo, no son más que simples espacios a ocupar a la hora de dormir (en pocas ocasiones disponen de cocinas u otros elementos relacionados con la higiene) y en los que, eventualmente, aparecen pequeños porches que las mujeres con niños muy pequeños aprovechan para ocupar. Estos habitáculos se disponen de forma más o menos organizada y son los que acabaran dando forma al espacio central y jerarquizando las circulaciones. La higiene y las necesidades (tema conflictivo en estos sitios), queda en un segundo plano, dejando algún rincón para las necesidades y las fuentes del poblado (o el pozo) para lavarse. Toda esta organización (y sus costumbres, claro está) hacen que la unidad familiar pueda crecer mucho más, y que la vida en comunidad sea entre miembros con un estrecho vínculo familiar y afectivo.

En el caso de la vivienda comunitaria propuesta en occidente, en cambio (y debido en parte a la reducción del núcleo familiar comentada con anterioridad), la convivencia en comunidad se produce entre personas que, la mayoría de las veces, poco trato tienen entre ellos; eso provoca que las relaciones no sean tan naturales o fluidas como se espera, reduciendo la vida comunitaria para algunos en una especie de momento de incomodidad que se debe superar para volver a la intimidad del habitáculo privado. Aún así, eso no sería de ningún modo criticable, ya que en nuestra subespecie (la de las personas «no-ricas»), a priori, cualquier tipo de interacción social debería ser bienvenida. Lo que si resultaría irónico es que, si algún día esta «nueva» idea desaburguesada de la casa se consolidara en nuestra sociedad, acudiéramos de nuevo a países como África a imponer novedosas ideas sobre vivienda cooperativa, a las que años atrás les obligamos renunciar bajo la promesa de acercarles a la verdad absoluta y el modus vivendi correcto.

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Un comentario sobre “Vivir en comunidad

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