A la vez que la humanidad ha ido descubriendo que no era el centro del universo, el individuo se ha ido creando su propio universo donde él mismo es el centro. Es el proceso de individualización, de desvalorización y desmembramiento de una identidad grupal que, aunque sin duda aún muy activo, se perciben claros indicios de que está llegando a su fin. En la Edad Media el ser humano prácticamente no existía como unidad singular, sólo en casos muy excepcionales (reyes, papas…etc.), y la humanidad era un ente colectivo al servicio de Dios. Poco a poco (tal vez podríamos ubicar sus comienzos en el Renacimiento italiano), el individuo fue descubriendo sus propias singularidades y el sentimiento de ser parte de un entidad colectiva empezó su proceso de disolución.

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En los últimos años, hemos asistido al despedazamiento acelerado de uno de los pocos resquicios de esta identidad arcaica: la familia. La Generación de la Transición (haciendo una excesiva generalización) se podría considerar como una de las últimas en sacrificar su felicidad personal pensando en este bien colectivo que es la familia. La prosperidad de esta, era más importante que la suya propia y, a menudo, se veían obligados a actuar como funambulistas soportando uniones que con gusto hubiesen terminado mucho antes. No hace falta que digamos que hoy en día pocos de nosotros seríamos capaces de hacer un sacrificio similar, y eso hace que la familia, tal y como la conocemos hasta ahora, esté condenada a desaparecer, a dejar de ser esa unidad. No estamos diciendo que esta afirmación tenga un significado negativo, pues no vamos a entrar aquí en juicios de valor sobre lo que es mejor o peor.

En el caso del arte, se ha llegado a una situación donde la obra individual está en una posición dominante frente a la colectiva, hasta el punto en el que una obra colectiva a menudo se llega a confundir al considerarla como individual, atribuyéndose equivocadamente a un único autor y elevando a este a la categoría de genio. Un caso muy evidente es el del cine. Es incuestionable, y en ningún caso tratamos aquí de ponerlo en duda, que la persona que es capaz de dirigir el grupo humano que participa en la creación de una película, y que es un grupo de artistas, necesita de un gran punto de genialidad, ya que la obra colectiva siempre es más difícil de llevar a cabo que la individual, pero atribuir la autoría (o el mayor reconocimiento) de ésta a un solo individuo es poco menos que insultante para el resto.

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Por ejemplo, las orquestas de música clásica tienen un director. No obstante, esto no quiere decir que él sea el autor de aquella pieza, o al menos la mayoría de veces no es así, ni tampoco quien toca los instrumentos, pero sí que es el encargado de que aquello suene de una determinada manera. Entonces, ¿quién emociona al espectador? Los músicos? Con su brillante interpretación. El director? Que marca un sonido y un estilo propios. O el compositor? Que ha pensado esa pieza y la ha creado de la nada.

La arquitectura, que tiene la extraña habilidad de estar siempre a la vanguardia cuando no le toca, es quien ha sufrido de una forma más fustigante el látigo de la individualización. Si volviéramos a la Edad Media y pudiésemos tener contacto directo con el grupo humano que trabajaba en la construcción de una catedral, por ejemplo, podríamos corroborar que se trataba en efecto de un grupo de artistas colaborando bajo una obra global. Actualmente, en cambio, podemos desafiar a cualquiera invitándolo a encontrar un solo artista participando físicamente en la construcción de cualquier edificio contemporáneo, por importante que este sea, pues los individuos que encontrará trabajando allí están muy alejados del concepto que la mayoría tenemos de artista. Aquí también juega un papel muy importante la especialización sufrida por el sector de la construcción (que ha «simplificado» las tareas) y que ha sido la otra tendencia impulsada o impulsora de lo que se está argumentado, pero este ya es otro debate en el que no entraremos hoy.

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En definitiva, lo que intentamos transmitir es que, con el sistema adquirido actualmente en la construcción de edificios, la individualización en su autoría es más que evidente, aunque pocas veces responda a algo «enteramente real», pues sus autores efectivos casi siempre son el resultado de colaboraciones entre varios de ellos. De hecho, actualmente ya se observan tímidos indicios a la hora de admitirlo, e incluso cada vez podemos encontrarnos más arquitectos asociados o trabajando de forma cooperativa; aún así, lo hacen todavía bajo la pesada losa de la firma personal, aunque vaya sucedida de la palabra «asociados» o «cooperativa».

Volviendo a la obra de arte individual y al individualismo, no sería una locura atrevernos a afirmar que, en realidad, esta no existe como tal. Si observamos el proceso creativo de algunas formas de arte clásicas que se podrían considerar extremadamente individualistas, como por ejemplo la pintura o la escritura, veremos que estas no son más que la interpretación o filtración de una realidad que implica a muchas más personas que al propio autor, aunque sea una obra puramente de ficción o de abstracción; o acaso no somos conscientes que la abstracción o la ficción literaria (o pictórica) se basan siempre en una realidad palpable? Además, esta filtración está, sin ninguna duda, condicionada de forma trascendental por el entorno inmediato al creador. Este hecho, se corrobora con la actitud que observamos en la mayoría de estos autores individuales, pues aun cuando se puso de moda la figura del genio solitario, estos continuaban buscando sus fuentes de inspiración en el intercambio con otras personas, animales, entornos o culturas (aunque no lo admitieran).

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En nuestra opinión, hay que olvidarse pues de los genios únicos y personificados que tienen montones de ideas brillantes, ya que la clave de la originalidad está en el intercambio. El trabajo en equipo nos lleva al intercambio y a la interacción con otros seres y puntos de vista, y esto nos lleva al éxito y la plenitud creativa. Es la vuelta a la obra de arte colectiva. Todos los genios que nos explican que a diario tienen ocurrencias, invenciones y una infinidad de ideas, todas ellas excepcionalmente originales, complejas y misteriosamente sacadas de una especie de bolsillo mágico llamado «talento», no existen. Estas personas están aún triunfando básicamente por dos motivos:

El primero es porqué suelen estar rodeados de personas que entienden y tienen ideas embrionarias, y que no les importa vivir a la sombra de otros artistas. Así, gracias a la colaboración y al trabajo en equipo, no solo consiguen que esas ideas se materialicen, sino que además cogen una complejidad que sin duda su «autor» nunca hubiese alcanzado por sí solo. Un idiota con buenas ideas jamás dejará de ser un simple idiota sino las intercambia con alguien. Y estas nunca llegarán a ver la luz o, en el mejor de los casos, lo van a hacer de forma poco destacable.

El segundo motivo es porque vivimos dentro de un mundo individualizado; nuestra sociedad necesita personalizar el éxito para tener un espejo en el que reflejarse. Focalizándolo en una persona que represente el triunfo, vendiendo la idea de talento, somos capaces de seguir comprando el sueño americano de buen grado; la sociedad igualitaria en la que todo el mundo puede llegar a ser lo que se proponga venga de donde venga sigue en promoción y, si alguien no lo consigue, va a ser exclusivamente culpa suya, pues el sistema es perfecto y los únicos responsables de nuestro propio fracaso somos nosotros mismos. Sigue gastando recursos en busca de tu talento o acepta tu fracaso!

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O quizá, todo este escrito, no sea más que otra excusa para los que carecemos de talento y originalidad.

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