En la actualidad estamos muy acostumbrados a oír hablar de funcionalismo en arquitectura. Tanto a nivel popular como más «profesional» todo el mundo tiene asumido que la arquitectura debe responder a una función, y que no hay lugar para los gestos gratuitos o formales sin ser blanco de la crítica o sin sufrir recortes en este sentido (todo depende del grado de influencia que tenga el arquitecto protagonista). Aún así, lo que no está del todo claro es que se debe considerar como funcionalismo y que no. Que gestos son funcionales y cuales, pese a serlo, no se consideran como tales debido a un bagaje formal muy asimilado.
De architectura, Marco Vitruvio Polión
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Todos, como arquitectos, hemos tenido alguna vez la tentación de traicionar los principios básicos de la arquitectura, la tríada vitrubiana que Claude Perrault nos hizo creer que Vitrubio proclamó antaño y que tantos de nosotros, a instancias de nuestros profesores, juramos que nunca íbamos a desobedecer. Venustas, firmitas y utilitas. Pero la pregunta clave aquí es: ¿Es utilitas asimilable a funcionalismo?
Popularmente, nos atrevemos a afirmar que así es. La mayoría de nuestros clientes tienen interiorizado (y algunos culpamos de ello al pragmatismo social o al de los ingenieros, con más o menos razón), que la arquitectura debe servir siempre a las necesidades del usuario y que, por tanto, su forma depende directamente de su función. Así pues, cuando los modestos intentamos tener algún tipo de gesto formal o experimentar con nuevos materiales o sensaciones, la pregunta a la que debemos hacer frente es la de «¿esto qué función tiene?», con el consiguiente corte de alas si no respondemos adecuadamente a ella, bajo el siempre temido argumento presupuestario.
El Museu Guggenheim de Nova York, Frank Lloyd Wright
En el campo de las superestrellas o arquitectos conocidos es un poco más complejo, pues sus obras se encuentran bajo la mirada crítica de mucha más gente, la mayoría de ellos relacionados de algún modo con la profesión. Está bastante claro que en la contemporaneidad la frase mítica de que «la forma sigue a la función» ya está más que anticuada, y que ya ha sido recocida demasiadas veces a base de sustituciones (algunas más originales y otras menos) de la palabra «función» por otras que significaran alguna cosa para los prosélitos del corriente en concreto que la usaba. Así pues, la forma ya no sigue la función. La utilitas queda, si mas no, en duda, pero aún así numerosos arquitectos archiconocidos han debido hacer frente a críticas desgarradoras e incluso bloqueos de sus proyectos por hacer obras consideradas «poco funcionales» o «más escultóricas que arquitectónicas» (Wright, Hadid, Gehry…y un largo etc. solo por citar los tres primeros que me vienen a la cabeza).
Aún así, y como ya insinuábamos en el primer párrafo, desde hace tiempo somos víctimas de una falsa concepción del funcionalismo. El funcionalismo es, en esencia, obediencia al usuario, primar sus necesidades por encima de todo lo demás. En el fondo, se trata de desequilibrar el triángulo de Vitrubio hacia uno de sus vértices (como también hace el formalismo). Pero, tanto a nivel popular como a nivel profesional, el concepto parece resistirse a penetrar con toda su implicación. El funcionalismo, como consecuencia, no puede ser estudiado, no puede incluso casi ni ser practicado por los arquitectos. El auténtico funcionalismo, el radical, nace directamente de la necesidad expresada por el usuario, y no de una interpretación o invención de una necesidad por parte de un arquitecto.
Así pues, encontraremos el auténtico funcionalismo en aquellas construcciones en las que los arquitectos han intervenido poco, ya sea por ser autoconstruidas o por no pasar el examen exhaustivo al que sometemos nuestros proyectos actualmente. Esas casas de pueblo antiguas construidas por el paleta, codo a codo con el usuario y que no obedecen a planos ni a directrices estéticas ni espaciales, sino que se trata de auténticos organismos vivos que se construyen, se destruyen y se alteran a medida que avanza el tiempo y las necesidades aparecen. Encontramos la belleza del auténtico funcionalismo en esas fachadas a las que no les importa ser bellas, proporcionadas, sometidas al módulo o tener uniformidad en sus materiales y coherencia en sus colores, sino que se ejecutan según las disponibilidades y los criterios del mismo usuario, y las ventanas y aberturas aparecen con formas, dimensiones y en lugares del todo inesperados, pues son la auténtica manifestación de una necesidad real, y no fruto de las suposiciones de un arquitecto, que deben dedicarse a otras cosas tan o más bellas como a ordenar, proporcionar, experimentar…etc.
Una vez escuché a un arquitecto criticar una obra cualificándola de «formal» y «banal» porqué sus aberturas no seguían ningún tipo de patrón determinado, ni estaban alineadas ni proporcionadas, sino que aparecían en los lugares a los que al arquitecto o a quien fuera que las había distribuido les había parecido mejor. Es cierto que el gesto era, en efecto, formal y banal. ¿Pero no lo es menos proporcionar, ordenar y alinear todas las aberturas de una casa? ¿A qué maldita necesidad responde eso? Es más, ¿a qué tradición responde? En todo caso responderá a la tradición de estandarización y productividad burguesa, no a la de nuestros constructores tradicionales. Que salgan ahora los arquitectos que se alzaban como ídolos con el mensaje de reinterpretar la arquitectura tradicional de este país y que, sin embargo, hacían edificios con ventanas perfectamente alineadas y proporcionadas con obsesión y que lo expliquen!