Si alguno de vosotros habéis tenido la suerte de poder pasear por alguno de los grandes ensanches del mundo (para mí y para la inmensa mayoría de libros de historia los más representativos son los de Barcelona y Nueva York) habréis podido contemplar, sin duda, una de las mayores obras de arte en el mundo del urbanismo. De eso, se encargan de darle buena cuenta de sobrada manera en casi todas las facultades de planificación urbanística o arquitectura del mundo.
Sin embargo, ¿No creéis que ha llegado ya la hora de quitarnos las mascaras? ¿De sacarnos esas gafas del siglo pasado que no nos dejan ver? ¿De apagar de una vez por todas esa luz que nos está cegando? Y es que si hablamos en términos urbanísticos del siglo XXI no es ninguna locura admitir que el ensanche es un fracaso. «¿Cómo te atreves?!» Seguramente me dirían esos a los que ya les gusta más el pasado que el presente o el futuro. Seguido de un gran grito de «¡Blasfemia!». Pero, aunque no muchos se atrevan a alzar la voz en esta cuestión, la cruda realidad es que el fracaso resulta evidente y se puede corroborar en varios niveles; resulta un fracaso sensorial; un fracaso en lo que a léxico urbanístico y arquitectónico se refiere; y hasta me atrevería a decir que un fracaso funcional. Sí, funcional. Parece insensato afirmar esto, pero una de las grandes virtudes de los queridísimos ensanches, su perfecto funcionalismo a nivel urbano, ha demostrado ser, en lo más hondo, un gran fracaso en las expectativas de vida de las ciudades del siglo XXI.
Para darse buena cuenta de ello solo hace falta pasar algo de tiempo viviendo alguna de esas ciudades de países menos desarrollados, a los que a menudo vamos a impartir lecciones de urbanismo, y observar la perfecta armonía conviviendo entre el enorme caos; ver a los niños jugando libremente en las calles o a los mayores sentados en la sombra delante de su portal; observar como conviven las distintas escalas solo con doblar una esquina; contemplar la personalidad distinta y orgánica de cada calle; percatarse del uso normal que se hace de la ciudad, sin tanto orden obsesivo y enfermizo. Y después de esto, deberíamos coger un vuelo a la ciudad más cercana con un buen ensanche y pasear por sus calles, sin alma, con esa gélida malla silenciosa y esos anchos y rectilíneos viales para peatones y vehículos, fríamente delimitados y calculados, que hacen que la vivencia sea lo más neutra, fría y triste posible. Y para rematarlo, si disponemos de un vehículo, podemos comparar el nivel de atascos que se producen en ambos casos en hora punta, para corroborar que la diferencia tampoco es tan abismal para tanto sacrificio.
Es verdad que el ensanche ordena, regula y facilita las cosas y que, especialmente en el caso de Barcelona, el plan Cerdà previó muchas de las necesidades futuras de la ciudad en los siguientes 100 o 150 años. Y eso, si somos algo sensatos, no se debe menospreciar. Pero no es menos cierto que la trama rígida despersonaliza, enfría la ciudad y somete a los barrios a una escala excesivamente urbana que no crea ningún tipo de convivencia comunal. El ensanche carece de personalidad (o en cualquier caso su personalidad es demasiado técnica y estricta para la vida diaria, como el maestro al que todos los alumnos admiran, respetan y temen en igual proporción) y eso provoca que la ciudad no se viva de forma tan intensa.
Quizás ya sea hora de empezar a romper esa trama de alma vacía, dotarla de vida, despertarla de su sueño eterno y dar un poco de personalidad a esos grandes pedazos de ciudad. Suena difícil y solo al alcance de las manos más hábiles (y probablemente sea así), pero quizá no sea más que el resultado de aplicar la teoría de los tres imanes de Ebenezer Howard, para conservar los beneficios y expulsar los perjuicios de cada estructura y de cada forma de hacer ciudad.